No quedaba más que hacer
así que también nos prendimos un cigarro;
como lo hacíamos de chicos,
cuando queríamos ser sofisticados.
Era domingo y ya todo había pasado.
El viernes con su drama, incoherencias;
el sábado de fiesta, manos intensas.
Estaba hecho.
La semana empezaría a ser editada y olvidada
con esa mañana.
Aún con la ropa con la que dormimos, despeinados;
un vaso con cerveza en la mano izquierda, ambos,
y el cigarro en la derecha.
Hicimos nuestra reunión en el balcón.
Los pajaritos andaban apurados haciendo nidos.
El tráfico ligero avanzaba sin problema,
ruidos de ciudad que descansa.
Mujeres con carriolas, algunos deportistas.
Y en el balcón intercambiamos historias:
quién llamó a quién a qué hora,
los mensajes que fueron enviados,
las palabras exactas, los celos, las miradas,
los chismes que fueron recopilados.
De jóvenes, en el salón,
todo esto lo escribíamos en notitas.
Él le pedía a José que me las pasara,
sabiendo que lo molestaba no ser parte de la charla.
Ahora José quién sabe dónde anda.
No está en medio de los dos quejándose.
Los maestros ya no nos regañan.
Podemos hablar libres toda la mañana.
Podemos hacerle lo que queramos a nuestras historias de la semana.