Su ex le marcó. Tenía tiempo de no buscarlo,
pero necesitaba saber si la idea de su piel aún lo tenía atrapado.
pero necesitaba saber si la idea de su piel aún lo tenía atrapado.
Él contestó. Obvio.
Hablaron un rato.
Lo invitó al bar en el que estaba sentado.
Ella dijo que no podía, como siempre,
(tenía otras llamadas que debía hacer).
Le pidió que pasara a su casa, mañana, o sea, hoy.
Que pasara y se quedara.
Que pasara y recordara.
Él se sonrojó.
Silencio.
Silencio.
En el bar, alguien gritó algo sobre un gol; ella lo alcanzó a escuchar.
—¿Hay otra? —por fin se animó a preguntar.
Los corazones perdieron el ritmo.
Mejillas sonrojadas. Sudor.
En el bar, la cerveza de su tarro se calentaba poco a poco.
En el depa, el gato negro se estiraba.
En la calle, empezó a llover (raro para una noche de enero).
—¿Hay otra? —repitió.
—Hay otra —contestó.
Y así ha empezado todo.
Vendrán años de llamadas casuales.
Atrapados.
Ella marca. Él contesta.
Hablan de la vida, comentan sobre la lluvia.
Le cuenta de algún libro; a ella no le interesa.
Querrá saber de las otras. De las mujeres que lo besan.
Habrá silencios grotescos, enmarcando tanto deseo, tanta culpa, tanta sangre mal distribuida.
Ella nunca llegará al bar, él nunca volverá a su depa.
Solo hablan y cuelgan.