La enfermera que me presentó a Bastián lo acercó para que yo le diera un beso. Luego lo alejó un poco, su mirada exploró mi cuerpo y lo regresó.
—Dele otro beso —me pidió.
Me pareció raro, pensé que seguro era una mujer muy cursi o que tal vez mi primer beso no le había parecido lo suficientemente amoroso. Me pregunté si las otras nuevas madres rogaban por darles muchos besos a sus recién nacidos. Le di otro beso y se lo llevó a los cuneros.
Había un silencio irregular en el quirófano y luego demasiadas palabras. La cirujana instruía a su asistente. Supe que algo estaba mal. Toda la cesárea no se habían hablado, sabían exactamente qué hacer, todo era rutina; y ahora hablaban de sostener, suturar, coordinar.
Le pregunté al anestesiólogo qué hacía la cirujana. Me aseguró que todo estaba bien. Insistí. Le pedí que me explicara qué estaban haciendo. No recuerdo si me contestó. Creo que en ese momento las drogas pesadas entraron a mi sangre.
El techo era blanco y la luz era muy brillante. La cirujana entró en mi campo de visión.
—Estás sangrando mucho, hicimos suturas para intentar detener la hemorragia. Vamos a esperar y ver si se detiene. Estarás en observación. Si no se detiene, te vamos a regresar y te vamos a tener que quitar el útero porque si no te quitamos el útero podrías morir —me explicó con ternura.
—Sí, no te preocupes —le dije con una voz muy amable, muy drogada— lo puedes quitar, de todas formas yo solo quería un hijo.
Quería hacerla sonreír.
Quería que estuviera tranquila.
Entre la muerte y yo parecía solo estar ella.
Quería dejarle claro que yo estaba de su lado.
Me podía quitar el útero, me podía quitar una mano, dos piernas, los dientes, raparme.
—No, no se trata de eso —me respondió con seguridad—. Vamos a salvar tu útero.
Su optimismo me pareció grato, ingenuo pero grato.
En la sala de observación la enfermera en guardia me examinaba constantemente. Llegaba a mi lado, me saludaba, levantaba mi sábana, apretaba mi abdomen y revisaba cuánta sangre salía. No sé cuántas veces hizo esto, ni sé cuánto tiempo pasó. En algún momento me aseguró que ya no estaba en peligro y luego regresó con alguien más, tal vez un médico, tal vez otro enfermero, tal vez su amigo. Ese otro también vio mi cuerpo y me aseguró que ya no estaba en peligro.
Entre examinaciones, papeleo, análisis y otras normalidades de una clínica pública y gigante pasé ocho horas en la sala de observación. Otras recién paridas llegaron y se fueron. Hubo un cambio de turno. Pasó la hora de la comida. Pasó la hora de la cena. Y yo pensaba una y otra vez que era afortunada, por ese hermoso momento ya no estaba embarazada pero aún no tenía que hacerme cargo de un bebé.
Yo, toda positiva, toda dopada, toda completa,
acostada sonriente en una camilla ensangrentada.
———————————————————
Unas semanas después, ya en casa, recordé a la enfermera que me presentó a Bastián. Su dele otro beso.
Por fin entendí.
Era un beso de hola y, tal vez,
un beso de adiós.