En alguna otra vida me compré un conejo de cerámica. Era enorme, maravilloso. Pienso en él en algunas noches.
También tuve un sillón, en otra vida, no esa. Era amarillo limón, limón gringo claro está. Por las tardes me acurrucaba en él. Tenia un perrito. El perrito también se acurrucaba en el sillón. Éramos felices, viendo tele y comiendo pollo.
En una vida, de la que casi no hablo, tenía miedo. Dejé un libro en su cuarto, extraño el libro, seguro nunca lo leyó. Dejé un anillo, me amenazaba con venderlo. Me prometí no pensar en él. Pero cada tanto, en las madrugadas, despertaba imaginando que me lo regresaba, pensaba Algún día entenderá que de nada le sirve a él. Algún día se dará cuenta de este sinsentido. Pero el sinsentido reinó.
Unas cuantas vidas antes del miedo, antes del conejo, antes del sillón, había una vida en la que subimos a la azotea a ver el cielo y charlar. Le prometí que no recordaría el cielo pero a él no lo iba a olvidar. Y las nubes seguro eran muy nubes con colores de las 5 de la tarde, y el viento seguro era frío, o tibio, o ausente, no lo sé, nada de ese atardecer se quedó en mí. Pero de él, de él, de él, aún hay tanto.
Y antes de esa vida, estaba en el metro, y era la última parada que estaríamos juntos y me sonrió, me dio un abrazo y me dejó salir. Se alejó aún sonriendo. Nunca más lo vi.
Y hay más vidas. Tantas otras vidas. Vidas conocidas y vidas secretas. Hubo una pequeña vida dentro de mí. Hubo una pequeña vida que nació.
Y hay tanta vida. Tanta, tanta, tanta vida.