Le da un trago a su tarro, toma mi mano y me pide que huya con él.
Mi mirada se topa con la del mesero, le sonrío y le pido otra cerveza.
Ahora entiendo por qué me ha buscado, por qué estamos aquí.
Es una de esas noches en las que piensa que me desea más que cualquiera,
en las cree haber comprendido que sólo yo lo sé amar y sólo yo lo puedo entender.
Una de esas noches en las que la soledad le come las tripas y lo hace escupir planes.
Con esta, serán cinco veces que me invita a huir con él, cinco veces que no huimos.
Siempre en un bar como estos.
No sé por qué piensa que las cantinas de luz triste son los lugares perfectos para ser
sentimental y emprendedor.
La primera vez creí que lo decía en serio.
Discutimos detalles, hablamos del futuro, me emocioné.
Y luego no supe nada.
Pasaron tres días para que me llamara, me pidió disculpas,
explicó que el alcohol lo hacía decir pendejadas.
Con el tiempo aprendí a dejarlo hablar, hacer el plan.
Sacar el incómodo universo alterno de su sistema.
Aparentemente lo ayuda a seguir con la rutina.
Semanas después de la segunda invitación a huir, me contó que había conocido a una chica.
Meses después de la tercera me llamó, alegre, para decirme que se casaría;
y la cuarta fue antes de su hija.
No sé qué gran paso está por dar ahora.
Sé que no es huir conmigo, pero sé que algo grande pasará.
Mi nueva cerveza llega a la mesa; fría, perfecta, un pequeño confort.
Aún no ha empezado a hacer promesas, pero en cualquier momento empezará.
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