Fui lo último que Carlos Antonio (el primero) vio, quería decirle: Adiós; quería a decirle: Lo siento; quería decirle: Resiste; pero el ladrido de los balazos me hizo cerrar la boca y los ojos, me hizo pensar en mi padre, en mi madre, en mi hermano y su falta de felicidad; me hizo pensar en Jesús (el abuelo, el que hace algunos meses murió) y luego pensar en Jesús (mi Jesús, el que despierta feliz). Para cuando mi mente volvió a pensar en Carlos Antonio las lágrimas ya recorrían mi cara al mismo estilo de riachuelo que la sangre usaba para peregrinar sobre el piso: líquidos cálidos, silenciosos, y rápidos.
Tirada en el piso, acurrucada en un charco de mi propio sudor (en efecto había sido un día perfecto para comer mariscos), lloraba muda e inmóvil; lloraba por no haberme podido despedir de un hombre que ni conocía, ni conocería alguna vez.
Eventualmente sabría su nombre, su edad, incluso su religión; Pero algunos segundos antes de su muerte lo único que sabía de Carlos Antonio era que sus ojos negros emanaban la misma ternura que los marrones de Jesús (los de mi Jesús, no los del abuelo).
Acostada en el piso lloraba en sigilo por la mujer que nunca más podría sonreírle por la mañana a esa mirada, la que nunca más le tomaría fotos, le daría besos, le pediría perdón; la que nunca más se sentiría completa acurrucada entre brazos amorosos… (Desconociendo que en realidad no existía tal mujer, sino que en su trágico lugar estaba un jovencito llamado Felipe, quien hasta ese día, había sido alegre y despreocupado).
Y luego silencio. El silencio que por unos minutos parecía inexistente en el universo, de repente llegó, impactando tanto como las primeras descargas, desgarrando el aire, avivando el miedo.
El silencio llegó a cubrir la piel y contar los cuerpos. Eran cuatro.
El silencio llegó, después la realidad, la policía, y el vómito… en la noche llegarían las pesadillas.