Me observaba, sus ojos grises penetrantes.
Montada sobre su árbol favorito, mientras comía una paleta de uva
(el calor la derretía y ella chupeteaba sus manos como si fuera nada).
Envidiaba su falta de pudor y sus rodillas con costras.
A los ocho años, ella era el significado de fortaleza e insurrección,
(A mi parecer, años de luchas y marchas feministas habían logrado que una niña pudiera libremente usar shorts, domar árboles y crearse cicatrices).
Mi vestido para la iglesia se sentía incómodo, me picaba atrás de las rodillas,
seguro no había sido diseñado para el clima de Sinaloa.
Mi cabello estaba atado a media cola (no me gustaba llevarlo así).
Portaba un pequeño bolso, regalo de mi Nana, lleno de tesoros: lipgloss de fresa,
borradores con olor a chicle, lápices multicolores de puntas intercambiables
y calcomanías que no me dejaba pegar en mis libros,
ni en mis muebles,
ni en mis cuadernos,
ni en mi piel.
Ella llevaba dos trenzas, mal hechas (admitiblemente feas);
pero seguro frescas y prácticas para las carreras o los pasamanos.
No era católica, y podía gastar su mañanas de domingo jugando con sus hermanos.
Su blusa era vieja, con personajes de una caricatura que a mí no me dejaban ver.
Sus tenis eran rojos y usados, agujetas moradas.
Mis zapatitos recién boleados aun olían a grasa, brillaban blancos y nuevos;
con hebillas chiquitas, doradas.
Mis calcetines de encaje blanco, se resbalaban por mi piel.
Me examinaba, y yo me sentía como un bicho raro. Incómoda.
Mi padre apuraba a mi madre, mi madre buscaba su bolsa;
mi abuela esperaba ya adentro del carro,
me llamaba a su lado mientras usaba su abanico español.
Y yo, perdida en esos ojos tristes y salvajes,
en esos oídos que no sabían de la biblia, en su nariz con pecas y mugre,
en sus piernas que se mecían en la nada del viento y en las manos sabor a uva.
El silencio de su expresión era un imán para mi mente.
Terminó su paleta, bajó de su escondite, tiro el palito al piso
y corrió hasta su jardín en donde sus hermanos jugaban luchas.
Yo, abandonada, subí al auto y me dejé llevar por el calor.
La misa fue aburrida y la calcomanía de corazones, que pegué sobre mi mano, fue arrancada por mi padre;
junto con ella, se llevó varios vellitos.
Montada sobre su árbol favorito, mientras comía una paleta de uva
(el calor la derretía y ella chupeteaba sus manos como si fuera nada).
Envidiaba su falta de pudor y sus rodillas con costras.
A los ocho años, ella era el significado de fortaleza e insurrección,
(A mi parecer, años de luchas y marchas feministas habían logrado que una niña pudiera libremente usar shorts, domar árboles y crearse cicatrices).
Mi vestido para la iglesia se sentía incómodo, me picaba atrás de las rodillas,
seguro no había sido diseñado para el clima de Sinaloa.
Mi cabello estaba atado a media cola (no me gustaba llevarlo así).
Portaba un pequeño bolso, regalo de mi Nana, lleno de tesoros: lipgloss de fresa,
borradores con olor a chicle, lápices multicolores de puntas intercambiables
y calcomanías que no me dejaba pegar en mis libros,
ni en mis muebles,
ni en mis cuadernos,
ni en mi piel.
Ella llevaba dos trenzas, mal hechas (admitiblemente feas);
pero seguro frescas y prácticas para las carreras o los pasamanos.
No era católica, y podía gastar su mañanas de domingo jugando con sus hermanos.
Su blusa era vieja, con personajes de una caricatura que a mí no me dejaban ver.
Sus tenis eran rojos y usados, agujetas moradas.
Mis zapatitos recién boleados aun olían a grasa, brillaban blancos y nuevos;
con hebillas chiquitas, doradas.
Mis calcetines de encaje blanco, se resbalaban por mi piel.
Me examinaba, y yo me sentía como un bicho raro. Incómoda.
Mi padre apuraba a mi madre, mi madre buscaba su bolsa;
mi abuela esperaba ya adentro del carro,
me llamaba a su lado mientras usaba su abanico español.
Y yo, perdida en esos ojos tristes y salvajes,
en esos oídos que no sabían de la biblia, en su nariz con pecas y mugre,
en sus piernas que se mecían en la nada del viento y en las manos sabor a uva.
El silencio de su expresión era un imán para mi mente.
Terminó su paleta, bajó de su escondite, tiro el palito al piso
y corrió hasta su jardín en donde sus hermanos jugaban luchas.
Yo, abandonada, subí al auto y me dejé llevar por el calor.
La misa fue aburrida y la calcomanía de corazones, que pegué sobre mi mano, fue arrancada por mi padre;
junto con ella, se llevó varios vellitos.