Estaba sentada en la arena escarbando como un topo,
ignorando el sol, ausente del mar,
dándole nula importancia a un cielo forrado de nubes perfectas.
Concentrada en mi faena: recolectar caracolas.
Una y otra, mientras más colorida, más rara, más grande mejor.
Empezó porque encontré un diminuto caracol en mi camino,
y al recogerlo vi un conchita semi oculta por la arena,
la desenterré, la observé, la amé y la codicia encontró el camino a mis venas.
Ahí estaba, cincuenta minutos después:
Sudando, acalorada, sedienta, con mi mochila abarrotada de objetos maravillosos.
Recordando mis vacaciones en Mazatlan,
cuando mis primos mayores me ayudaban en la cacería.
Enterrábamos los pies en la arena, metidos hasta las rodillas en el mar,
así sentíamos en dónde había una joya oculta.
Yo era la menor y me querían, cuidaban mi corazón
y verano tras verano mi corazón deseaba esa colección de conchas.
Entonces el montoncito se acumulaba, era feliz.
Tirada en esta arena del presente, también era dichosa;
pensando en los frascos que tendría llenos de trofeos,
olvidando las cortaditas en mis manos.
Disfrutando la adrenalina de un nuevo encuentro,
Pensando en el pasado, pensando en el futuro,
escarbando como topo.
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