miércoles, noviembre 12, 2014

1998

Cuando me explicó que tenía ganas de volver al pasado no me sorprendió. Es un deseo que uno escucha más y más con el paso del tiempo. Mientras las arrugas, la grasa y los achaques se van instalando en el cuerpo, algunos individuos deciden viajar al ayer. 

Hay mil películas que lo pueden aclarar: los viajes en el tiempo no funciona. No resuelven los problemas o la melancolía del presente. Aún así, para muchas personas, pareciera ser la mejor solución a sus dilemas. Antes de imaginar el divorcio, de pensar si existen mejores maneras de educar a sus hijos, antes de buscar un nuevo trabajo o de empezar a hacer ejercicio, muchos consideran la opción de viajar en el tiempo.

Para mí, hacer el plan de volver al pasado es una estupidez, pero no se lo aclaré. No le comenté que, a mi parecer, debía dejar a un lado esa meta y planificar cualquier otra cosa: entrar a un gimnasio, asistir a una clase de redacción, dominar el arte de hornear galletas. Cualquier faena, cualquier actividad que lo mantuviera unido al presente podía considerar más útil. En vez de opinar, le di un trago a mi cerveza. Cuando vi pasar al mesero, le pedí que me trajera otras dos. 

Lo que se requiere para regresar a cualquier fecha son tres elementos básicos: bebidas alcohólicas, un parlante y, por lo menos, una persona dispuesta a escuchar. Los tragos lubrican el viaje, hacen del pasado algo interesante para aquellos que deben sentarse a poner atención. El parlante debe ser cuidadoso, tiene que narrar hasta el más mínimo detalle del momento al que desea volver. Me sirvieron las dos cervezas. 

Él empezó a hablar y yo a beber. Cerré los ojos y cuando los abrí estábamos acostados en la cama de sus padres. Era la semana en la que habían viajado a Europa. La tarde terminaba, el cuarto se sentía frío y el timbre de la puerta nos anunció que la pizza acababa de llegar.

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