Mi hermano se pedía un sundae, de esos monstruosos con helado, plátano, chocolate y nueces.
Costaba 22 pesos. Yo nunca entendí su afán; supongo que, para él, era simplemente vivir la vida al máximo. Pero para mí, era una ecuación absurda: mucho antes de terminarlo ya estaba empalagado, los sabores se mezclaban, y el plátano acababa triste, todo revuelto.
Después de pedir ese ridículo sundae, mi mamá volteaba y me preguntaba qué quería yo.
—¡Claro! ¿Quieres uno? —contestaba toda llena de amor.
—No. Quiero 22 Raspatitos.
Y mi madre me veía, aterrada.
Mi lógica era simple: si me iba a comprar 22 pesos de esa aberración, entonces podía comprarme 22 Raspatitos de a peso. Me daban tres bolsas: una con 7 de limón, una con 7 de uva, y una con 8 de grosella.
Siempre he recordado esta anécdota desde mi punto de vista: criticando la elección de mi hermano, cargando orgullosa mis bolsas de Raspatitos, triunfal.
Pero ahora que soy madre, a veces lo veo desde los ojos de mi mamá.
Un hijo con un helado gigante derritiéndose por todos lados; otra con tres bolsas llenas de raspados de colores y una cara de arrogante satisfacción.
Mi pobre madre.
En medio de todo, pagando demasiado por la sencilla idea de invitarnos un helado.
Feliz día de las madres, mamá.
Gracias por esa vez no dejarnos notar tus sentimientos.
Gracias por cargar con nuestras locuras y deseos.
Te quiero mucho, eres como una bolsa con veinte mil Raspatitos.