viernes, mayo 14, 2010

Sobre mi infancia

Cuando era pequeña tenía amigos; todos tienen amigos, aun el niño que huele a orina tienen algún amigo lleno de mocos (porque los mocos, supongo, ayudan como aislante). Pero a esos amigos los dejaba atrás cuando el timbre de la primaria o la secundaria sonaba, los amigos eran de ocho a una, de siete a dos; se me olvida exactamente cuál era el horario que tenía mi escuela.

El caso es que cuando llegaba a mi casa, después de un diminuto viaje en carro o una caminada, me quitaba la mochila, me cambiaba la ropa (teníamos semi prohibido usar el uniforme en la casa), comía, hacía tarea y después pasaba horas y hora sola.

Supongo que esto habría sido algo como tortura para otros niños, a los que les gustaba jugar futbol , llenarse de tierra, trepar árboles o saltar de los columpios; pero Aventura nunca fue mi segundo nombre. Yo era (y sigo siendo) de dentros callados. Para llenar mis limitados días de infancia (que en el momento no se sentían tan contados) salía a mi patio y recolectaba plantas, seguida siempre por mi leal perrita compañera.

Alguna vez escuché a mi madre hablar sobre cómo la mayoría de los medicamentos provenían de alguna planta o flor; por lo cual dediqué una buena cantidad de mi tiempo a recolectar pasto y hojas... pensaba que tal vez, el pasto de mi casa nunca había sido estudiado. Molía la hierbita en mi juego de té (tenía uno naranja hermoso) y la mezclaba con agua, shampoo, enjuague; el líquido que pudiera alcanzar a robar de mi casa, sin sentirme culpable; unos días, en los cuales supongo mi madre estaba distraída, me arriesgaba y tomaba acetona o alcohol del botiquín (no fueron muchas veces que hice esto, porque odiaba el olor).

Molía en distintos grosores mis ingredientes, suponía que para ser un verdadero experimento debía haber variables en el proceso y trataba de recordar lo que agregaba a cada tacita; luego los dejaba reposar. Tuve años de hacer esto, cuando el pasto no fue suficiente pasé a robar cosas de la cocina: arroz, frijoles, harina, pan… los frijoles fueron un terrible suceso, los dejé por días en mi jarrita preferida y luego por cosas del destino se echaron a perder; el olor era terrible, todavía imaginarlo me da asco y bueno mi jueguito de comidita nunca más fue el mismo.

Volví a usar pasto (era muy arriesgado lo de robar de la cocina) pero esta vez ya no para encontrar la cura a la gripe; sino buscando distintos tintes (todos obviamente variaciones del verde); escuché a mi madre hablar sobre cómo antes se pintaba con mezclas de ingredientes naturales y decidí encontrar una manera de hacer mi propio colorante. Funcionó, podría decirse, pero no fue tan emocionante: verde diluido sobre verde menos diluido no es ultra divertido; en algún punto si recolecté moras y fue más entretenido eso de pintar de a gratis. Luego simplemente me robé la pintura vegetal que mi mamá tenía en el refri.

Tengo muchos recuerdos de experimentos; como la época en la que descubrí que con talco uno podía hacer engrudo y estuve haciendo varias pruebas para saber cómo hacer un mega-pegamento-resistente-a-todo-¡TODO! (pero fallé) o la temporada de hacer papel reciclado, que terminó porque mi mamá se enojó de que robaba las hojas para la impresora (me explicó que lograr papel reciclado de papel nuevo, no tenía mucha utilidad y luego me dijo que podía usar el periódico viejo; pero el periódico hacía papel ultra feo y mejor salí a buscar más plantitas).

Asi era y soy yo; calladita por adentro. La calma me llega en las tardes, cuando nadie me molesta y puedo pasar hora tras hora experimentando con las variables que encuentro en mi casa. Claro que tengo amigos, todos tenemos amigos, pero por lo general lo que me encanta hacer en esta vida es estar solita y perderme en mis resultados.

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