Cada tanto, el sol lograba atravesar las hojas del enorme árbol y llegar hasta la ciruela más baja.
Ella brillaba. Amarilla, casi dorada. Jugosa.
Perfecta.
Fuera de mi alcance.
Ella brillaba. Amarilla, casi dorada. Jugosa.
Perfecta.
Fuera de mi alcance.
Me faltaban como medio metro.
Lo terrible de tener seis años.
Me quedé ahí, bajo ella, pidiéndole que se lanzara.
Le prometía que la atraparía, aunque no estaba del todo segura de contar con los reflejos.
La ciruela seguía en su rama. Pasó tiempo.
Naty me pidió que regresara a jugar, pero la ciruela y yo estábamos en algo importante.
Entonces salió la hermana de Naty.
Nos llevaba unos quince años; unos cuarenta centímetros.
Me preguntó qué hacía. Le expliqué.
Sonrió.
Saltó sin avisar, saltó
y por un instante todo su cabello negro se expandió en el aire.
Como la tinta de un calamar.
Con sus manos de mujer grande cortó mi ciruela.
La llevó a la cocina.
Corrí detrás de ella, temiendo un robo.
Pero no.
La lavó, la secó, se acercó a mí y la puso en mis manos.
Me sonrió aún más.
Un algo me dejó quieta, como un poquito muerta.
Siguió sonriendo y se fue a su cuarto.
Me quedé ahí, mirando la puerta abierta y blanca que llevaba a su habitación.
Empecé a comer.
El jugo de la ciruela escurrió entre mis dedos.
La ciruela,
tierna y perfecta
sabía a sol, a espera, a su sonrisa, y mi deseo.
sabía a sol, a espera, a su sonrisa, y mi deseo.