jueves, mayo 10, 2012

1988

Yo jugaba con canicas. De esas transparentes que tienen un poco de color adentro. Mi madre antes de salir del cuarto me dijo “No vayas a meterte las canicas a la boca”. ¿Por qué? ¿Qué hacen? – Pensé – y en cuanto cerró la puerta detrás de ella, metí una canica en mi boca. El frío y frágil de la canica se sentía genial contra mi lengua, era un dulce perfecto sin sabor. Y luego, tan casual como respirar. Me tragué la canica.

Eso hacen. – Me respondí ...¿Y sólo eso? No se sintió mal, sólo fue como una pastilla grande y redonda. ¿Qué más me va a hacer? No pudo haber sido sólo eso...

Me paré. Fui a buscar a mi madre a la sala y le pregunte, con la voz más casual que logré sacar de mí: Mamá ¿Por qué no debo meterme canicas a la boca?

Mi madre contestó “Porque te la puedes tragar.”

No dijo más, contrario a la larga exposición de pros y contras que mi joven mente esperaba, mi madre con ese enunciado tuvo suficiente.

No sentí poder indagar con más preguntas y al mismo tiempo seguir fingiendo mi actitud casual.

Así que regresé al estudio. Me senté en medio del piso y esperé.

Supuse que si la canica era tóxica me mataría en cualquier momento. Así que por lo que se sintió como 15 minutos (demasiado tiempo para alguien de 6 años). Yo me mantuve quietecita esperando la muerte; mi castigo por desobedecer a mi madre.

Luego, obvio, la muerte no llegó, escuché a mis amigos jugando afuera y decidí que era mejor salir a distraerme de mi pendiente muerte. Era mejor morir afuera, nadie sospecharía que la niña que murió corriendo había muerto en realidad por causas de canica transparente.

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Algún otro día mi madre me dijo “Esas frutitas rojas que tienen los arbustos nunca las debes comer; porque te pueden dañar el cerebro”… así que dos días después, cuando en el parque encontré un arbusto lleno de frutitas rojas, tomé una con mi pequeñita mano, la metí a mi boca y tragué. Esta vez, honestamente, sólo quería conocer cómo se sentía que el cerebro se fuera dañando… y creo que no pasó nada… creo.

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