Hace mucho tiempo, más de veinte años, me dio un pedacito muy brillante de él
(los pedacitos de juventud que uno regala, suelen brillar).
Y yo lo guardé.
Lo guardé bien.
Junto a otros pedacitos:
el del exnovio que aún extraña a mi mamá,
el de mi primer mejor amigo,
el del primero que me regaló una flor,
el del chico ese que solo me hablaba en una de cada cuatro fiestas.
(los pedacitos de juventud que uno regala, suelen brillar).
Y yo lo guardé.
Lo guardé bien.
Junto a otros pedacitos:
el del exnovio que aún extraña a mi mamá,
el de mi primer mejor amigo,
el del primero que me regaló una flor,
el del chico ese que solo me hablaba en una de cada cuatro fiestas.
Y cada vez que algo grande pasa en su vida, regresa.
Viene a verlo.
A ver si aún lo conservo.
A ver cómo lo sostengo.
Le gusta observar su pedacito de juventud brillar en mis manos.
Lo calma.
Se reconocen: el pedacito y él.
Pero no se lo lleva.
Le da miedo perderlo.
Me lo deja. Y se va.
No vuelve a buscarme, por un buen rato.
Hasta el siguiente dolor.
La siguiente crisis.
El siguiente desamor.
Hey! ¿Cómo vas? Hace tiempo que no hablamos.
Aparece en mi celular.
Aparece en mi celular.